Mi pie izquierdo: la parálisis cerebral cuestionada

Sonia Natalia Cogollo-Ospina

Christy Brown nació en Irlanda en 1932 con una parálisis cerebral atetoide de origen perinatal. Gracias al apoyo de sus padres, principalmente de su madre, pudo mostrarle al mundo que, si bien no controlaba los movimientos de sus brazos, manos y cabeza, tenía una inteligencia superior y unas capacidades artísticas notables que le permitieron ser un pintor reconocido y un hábil escritor que supo transmitir a las personas del común la vida y el sentir de alguien con este trastorno.

En esta película Jim Sheridan sitúa a la perfección no solo el destino de este héroe, sino que además documenta bien el Dublín en que se crió Christy Brown, con el alcohol, la pobreza y el hacinamiento de por medio, con unos personajes secundarios ricos en matices y que realmente contribuyen al desarrollo de la historia de su vida.

Además de Christy Brown, la otra gran protagonista en esta historia real fue su madre, quien al notar en su hijo ciertos signos de alarma, acudió a los médicos, obteniendo de estos el diagnóstico de “retraso mental”, añadiendo que se trataba de “un caso interesante y sin esperanza” (Brown, 2005, p. 10). Ahí comenzaron justamente, las luchas de su madre por demostrar a todos que su hijo no era un retrasado mental, pues, a su parecer, carecía de evidencias de que, aunque su cuerpo estuviese paralizado, su cerebro también lo estuviera.

mlf2
Se podría afirmar que el libro autobiográfico de Christy Brown, Mi pie izquierdo, publicado originalmente en el año 1954 y en el que se basa la película, es un homenaje a la constancia de su madre, a su perseverancia, a su obstinación en demostrar que no era ningún retrasado mental. Para ello se citan algunos fragmentos del escritor irlandés, mucho más elocuentes sobre lo que puede realizar el amor de una madre:

Al darse cuenta de que los médicos no le hacían ningún bien diciéndole que ella no tenía nada que esperar de mí, o dicho de otro modo, que debía olvidarse de que yo era no un ser humano, sino una cosa a la que alimentar, lavar y cuidar constantemente, mamá decidió entonces arreglárselas por sí misma. Yo era SU hijo y, por tanto, un miembro de SU familia. No importaba todo lo torpe e inútil que fuera, porque ella tomó la determinación de tratarme exactamente igual que a mis demás hermanos y nunca como la “cosa extraña” del cuarto trasero de la que nadie habla, y menos cuando hay visita.
Ésta fue una decisión trascendental para mi futuro. Significó que siempre tendría a mi madre a mi lado para ayudarme a combatir todos los obstáculos que se me presentaran, y para infundirme ánimos cada vez que me encontrara abatido. No fue una decisión fácil para ella, porque nuestros parientes y amigos tenían prevista otra cosa. Querían que se me tratara con afecto y ternura, pero nunca tomarme en serio. Eso sería una equivocación. “Por tu propio bien –le decían–, no trates a este chico como a los demás; al final sólo vas a conseguir que se te parta el corazón.” Por fortuna para mí, papá y mamá se mantuvieron firmes en contra de esta opinión. Pero mamá no se limitaba a afirmar que yo no era un retrasado mental, sino que quiso también demostrarlo, no porque tuviera un concepto estricto de sus obligaciones para conmigo, sino simplemente por amor. Precisamente por eso saldría victoriosa en esta prueba.
[…]
Transcurrieron cuatro años, y yo ya había cumplido cinco, pero seguía necesitando de los mismos cuidados que si fuese un recién nacido. Mientras mi padre se ganaba la vida colocando ladrillos, mamá, lenta y pacientemente, echó abajo el muro, también ladrillo a ladrillo, que parecía alzarse entre los demás niños y yo pasando entre los densos cortinajes tras los que se ocultaba mi inteligencia y apartándolos. Fue una tarea ardua y angustiosa, porque ella no iba a obtener de mí más que una sonrisa difusa o un débil balbuceo. Yo no era capaz de hablar ni silabear, ni tampoco de ponerme de pie o de dar un solo paso sin ayuda de nadie. Pero no por eso era alguien pasivo e inerte. Más bien estaba como agitado por un continuo movimiento, un movimiento tan violento como el de una serpiente, que sólo me abandonaba durante el sueño. Mis dedos estaban constantemente contraídos, mis brazos se retorcían hacia atrás y mi cabeza se ladeaba. Yo era un enfermo, en resumen, un disminuido. (Brown, 2005, pp. 10-11).

My Left Foot 1

Otro elemento decisivo para la puesta en cuestión sobre la incapacidad que supone esta enfermedad, fue la estancia de Christy Brown en la Clínica de Merrion Street donde todo el personal ofreció un trato no excluyente hacia las personas con parálisis cerebral –o con otras dificultades–, obteniendo magníficos resultados entre sus pacientes. La reflexión de Brown al respecto es bastante diciente:

Darnos amistad y confianza era tan necesario para nosotros como la asistencia médica. Porque no solamente sufrían nuestros miembros, sino también nuestros espíritus; nuestro interior requería más atención que nuestros brazos y piernas deformes. Un niño con una boca torcida y unas manos deformes puede desarrollar rápida y fácilmente comportamientos también deformes hacia sí mismo y hacia la vida en general, sobre todo si se le deja crecer con ellos y no se le presta ayuda. Al permitir que el concepto de “diferencia”, respecto de los otros chicos, arraigue en su cerebro, crecerá en su interior durante la adolescencia y probablemente durante la madurez, por lo que al final habría pasado por la vida como un espíritu tan deforme como su cuerpo. La vida llegaría a ser para él un reflejo de su propia deformidad, de sus propios padecimientos emocionales.
Pero en la clínica todo era diferente. Por así decirlo, allí estábamos en nuestro ambiente. Las personas que nos rodeaban tenían similares incapacidades a las nuestras, y, a veces, peores. Podíamos comprobar que nuestra “diferencia” no lo era tanto, después de todo. Después de habernos considerado a nosotros mismos como parásitos y cargas para los demás, poco a poco, nos dimos cuenta de que hay personas comprensivas, personas capaces de dedicar realmente sus vidas a ayudarnos, y a conseguir que nos aceptáramos a nosotros mismos. Al final, con nuestros sentimientos se había forjado algo positivo. (Brown, 2005, p. 114).

Este caso es un claro ejemplo de lo que puede realizar el trato digno, no compasivo ni lastimero, hacia las personas con capacidades diferentes.

Referencias
Brown, Ch. (2005). Mi pie izquierdo. 2ª ed. Madrid: Rialp.
Sheridan, J. (Director). (1989). Mi pie izquierdo. [Cinta cinematográfica]. Irlanda y Gran Bretaña: Granada Film y Noel Pearson Productions. 103 min.

4 de octubre de 2011